viernes, 26 de noviembre de 2010

Malos tiempos para el rigor jurídico

Malos tiempos para el rigor jurídico

«Ahora será un policía municipal quien, mediante su acta o atestado, constate si un comportamiento ha alterado la convivencia ciudadana»

Sabíamos que en los últimos tiempos el derecho sufría ciertos desórdenes de comportamiento, que sus tentáculos se extendían cautelosos pero implacables, tímidos a veces, despechados y tendenciosos otras tantas. Sabíamos que el derecho se propagaba bajo criterios un tanto inciertos, rozando e incluso invadiendo ámbitos ajenos. Sabíamos que el derecho no podía mantenerse en su quicio ideal por mucho tiempo y sabíamos que el derecho debía reinventarse en un mundo hipercomplejo en el que cada vez resulta más laberíntico aplicar aquellos principios liberales clásicos (libertad, igualdad y etcétera), zarandeados en medio de realidades confusas y enmarañadas: genética, informática, innovación, comunicaciones, tecnologías, migraciones, economías globales... El mundo es cada vez más complejo, más inabarcable, más difícil de ser narrado. Ya lo sabíamos. También sabíamos que, en esta dinámica, aunque a menudo guiado por sombríos intereses, el derecho tendría que reproducirse exponencialmente para dar respuesta a tantas nuevas situaciones. o tal vez no.
Tal vez no porque el nuevo artefacto jurídico de moda ya está en la ciudad. La ordenanza de civismo que, como presentada en un anuncio de madrugada televisiva, atajará de una vez por todas esos problemillas especulativos del Estado de Derecho que tanto molestaban.
Porque la ingenua proyección jurídica liberal se pensó originalmente como uno de esos metarrelatos modernos capaces de contenerlo todo a partir de ciertas «verdades evidentes». Evidente resultó que no pudo ser así, de modo que el derecho debió extenderse hasta ámbitos y situaciones insospechadas, ajustándose a cada momento a las exigencias de una realidad cambiante. Hasta ahora.
Las ordenanzas cívicas invierten esta tendencia y se proponen como una nueva tipología de relato jurídico que no desfallece -porque ni siquiera lo intenta- al tratar de representar la realidad con puntillismo y parsimonia; Y es que las ordenanzas cívicas no se informan desde la realidad, sino que, sobre todo, la preforman, reduciendo la complejidad de «la convivencia ciudadana» a una tragicomedia coral berlanguiana de mendigos, ciclistas, propietarios de animales, pega-carteles, vendedores ambulantes y otras figuraciones arbitrarias del infractor potencial. ¡Todos a la cárcel!.
Porque mientras el derecho se ha desarrollado a partir de una norma constituyente originaria, conforme a sesudas exigencias jurisprudenciales y doctrinales que precisaban su ajuste con lo social -y con no pocas opacidades-, irrumpe ahora la ordenanza cívica como método inverso, como modo de reducción de la complejidad desplegada en el derecho anterior, como vía para retornar a enunciados performativos, constituyentes, que, despegándose de concepciones anteriores, relatan la inenarrable realidad metropolitana en apenas unas decenas de artículos. Nada menos. Tecnología jurídica novedosa que, mediante habilitaciones competenciales funambulescas (habrá que estar atentos a los recursos y descréditos que le sobrevengan a este artefacto jurídico), implica incertidumbres de más calado que esas otras populistas que pretende resolver:
Y es que ahora será un policía municipal quien, mediante su acta o atestado, constate si un comportamiento ha alterado la convivencia ciudadana, ha ocasionado molestias o ha faltado al respeto debido a las personas (lo cual, dicho sea de paso, será un problema también para el policía). ¡Cuántos debates parlamentarios, leyes, desarrollos normativos y controversias jurídicas se habría ahorrado el mundo si las ordenanzas cívicas se hubiesen inventado hace doscientos años! Porque el derecho moderno liberal ha consistido, básicamente, en escudriñar qué comportamientos deben ser censurados en un marco general de libertades. Y en ello se empeñaron las diatribas de legisladores, jueces, abogados, fiscales o académicos. Se trataba de precisar contextos que dieran sentido a los supuestos de hecho, de restaurar alcances e intereses, de hilar fino para evitar trazos gruesos. Se trataba, en definitiva, de evitar arbitrios y aristocracias.
Pero parece que al viejo derecho le ha llegado su hora. Básicamente porque este tipo de técnica jurídica reenvía toda la complejidad de la convivencia -de esa condena a ser sociales que pesa sobre los humanos- a la constatación burocrática inmediata de las «molestias» o de lo «incívico» (del mismo modo que se constata una infracción de tráfico), además de recopilar cierta literatura jurídica ya presente en otras ordenanzas, leyes y códigos, como dando empaque al reglamento. Y en un mundo de apariencias, el empaque manda. Y si se promete una ciudad más limpia, tranquila e idílica -como en un anuncio- se hipoteca el derecho y lo que haga falta.
Malos tiempos para el rigor jurídico. Buenos para quienes ya no lo necesitan.

http://www.larioja.com/v/20101126/opinion/malos-tiempos-para-rigor-20101126.html